Leonardo Boff 30/01/2015
No sin razón escribió Samuel P. Huntington en su
conocido libro El choque de civilizaciones: «En el mundo moderno, la
religión es una fuerza central, tal vez la fuerza central que motiva y
moviliza a las personas… Lo que en último término cuenta para las personas no
es la ideología política ni el interés económico, aquello con lo que las
personas se identifican son las convicciones religiosas, la familia y los
credos. Por estas cosas luchan y hasta estarían dispuestas a dar su vida»
(1997, p.79). Critica la política exterior norteamericana por no haber dado
nunca el debido peso al factor religioso, considerado algo pasado y superado.
Craso error. Es el sustrato de los conflictos más graves que estamos viviendo.
Nos guste o no nos guste, a pesar del proceso de
secularización y el eclipse de lo sagrado, gran parte de la humanidad se
orienta por la cosmovisión religiosa, judaica, cristiana, islámica, sintoísta,
budista y otras.
Como afirmaba ya Christopher Dawson (1889-1970),
el gran historiador inglés de las culturas: «las grandes religiones son los
cimientos sobre los cuales reposan las civilizaciones» (Dynamics of World
History, 1957, p.128). Las religiones son el point d’honneur de una
cultura, pues a través de ella proyectan sus grandes sueños, elaboran sus
dictámenes éticos, confieren un sentido a la historia y tienen una palabra que
decir sobre los fines últimos de la vida y del universo. Solamente la cultura
moderna no ha producido ninguna religión. Encontró sustitutivos con funciones
idolátricas, como la Razón, el progreso sin fin, el consumo ilimitado, la
acumulación sin límites y otros. La consecuencia fue denunciada por Nietzsche
que proclamó la muerte de Dios. No que Dios haya muerto, pues no sería Dios. Es
el hecho de que los hombres mataron a Dios. Con eso quería significar que Dios
no es ya punto de referencia para valores fundamentales, para una cohesión por
encima entre los humanos. Los efectos los estamos viviendo a nivel planetario:
una humanidad sin rumbo, una soledad atroz y el sentimiento de
desenraizamiento, sin saber hacia dónde nos lleva la historia.
Si queremos tener paz en este mundo necesitamos
recuperar el sentimiento de lo sagrado, la dimensión espiritual de la vida que
están en los orígenes de las religiones. A decir verdad, más importante que las
religiones es la espiritualidad, que se presenta como la dimensión de lo humano
profundo. Pero la espiritualidad se exterioriza bajo la forma de religiones,
cuyo sentido es alimentar, sustentar e impregnar la vida de espiritualidad. No
siempre lo realizan porque casi todas las religiones, al institucionalizarse,
entran en el juego del poder, de las jerarquías y pueden asumir formas
patológicas. Todo lo que es sano puede enfermar. Pero por lo “sano” medimos las
religiones, así como a las personas, y no por lo “patológico”. Y ahí vemos que
ellas cumplen una función insustituible: el intento de dar un sentido último a
la vida y ofrecer un cuadro esperanzador de la historia. Sucede que hoy el
fundamentalismo y el terrorismo, que son patologías religiosas, han adquirido
relevancia. En gran parte debido al devastador proceso de globalización (en
verdad es occidentalización del mundo) que pasa por encima de las diferencias,
destruye identidades e impone hábitos extraños a ellas.
Por lo general, cuando eso ocurre, los pueblos se
agarran a aquellas instancias que son los guardianes de su identidad. En las
religiones guardan sus memorias y sus mejores símbolos. Al sentirse invadidos
como en Iraq y en Afganistán, con miles de víctimas, se refugian en sus
religiones como forma de resistencia. Entonces la cuestión no es tanto
religiosa. Es antes política que usa la religión para autodefenderse. La
invasión genera rabia y deseo de venganza. El fundamentalismo y el terrorismo
encuentran en ese complejo de cuestiones su nicho de origen. De ahí los
atentados del terror.
¿Cómo superar este impasse civilizacional? Es
fundamental vivir la ética de la hospitalidad, disponerse a dialogar y aprender
con el diferente, vivir la tolerancia activa, sentirnos humanos.
Las religiones necesitan reconocerse mutuamente,
entrar en diálogo y buscar convergencias mínimas que les permiten convivir
pacíficamente.
Antes de nada es importante reconocer el
pluralismo religioso, de hecho y de derecho. La pluralidad se deriva de una
correcta comprensión de Dios. Ninguna religión puede pretender encuadrar el
Misterio, la Fuente originaria de todo ser o cualquier otro nombre que quieran
dar a la Suprema Realidad, en las mallas de su discurso y de sus ritos. Si así
fuera, Dios sería un pedazo del mundo, en realidad, un ídolo. Él está siempre
más allá y siempre más arriba. Entonces hay espacio para otras expresiones y
otras formas de celebrarlo que no sea exclusivamente a través de una religión
concreta.
Los once primeros capítulos del Génesis encierran
una gran lección. En ellos no se habla de Israel como pueblo elegido. Se hace
referencia a todos los pueblos de la Tierra, todos como pueblos de Dios. Sobre
ellos se eleva el arco iris de la alianza divina. Este mensaje nos recuerda
todavía hoy que todos los pueblos, con sus religiones y tradiciones, son
pueblos de Dios, todos viven en la Tierra, jardín de Dios y forman la única
Especie Humana compuesta de muchas familias con sus tradiciones, culturas y
religiones.
Tomado de http://www.servicioskoinonia.org/boff/articulo.php?num=687
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