22/05/2016
El principal problema brasileño que
atraviesa toda nuestra historia es la monumental desigualdad social que reduce
gran parte de la población a la condición de chusma.
Los datos son alarmantes. Según Marcio
Pochman y Jesse Souza, que reemplazó a Pochman en la presidencia de IPEA, son
sólo 71.000 personas (el 1% de la población, que representa solo el 0,05% de
los adultos), los multimillonarios brasileños que controlan prácticamente
nuestras riquezas y nuestras finanzas y a través de ellas el juego político.
Esta clase adinerada, que Jesse Souza llama la clase privilegiada, además de
ser socialmente perversa es muy hábil, pues se articula nacional e
internacionalmente de manera que siempre consigue maniobrar el poder del Estado
en su beneficio.
Estimo que su logro más reciente fue
inclinar la orientación de la política de los gobiernos de Lula-Dilma hacia sus
intereses económicos y sociales, a pesar de las intenciones originales del
gobierno de practicar una política alternativa, propia de un hijo de la pobreza
y del caos social, como era el caso de Lula.
Con el pretexto de asegurar la
gobernabilidad y de evitar el caos sistémico, como se alegaba, esta clase
privilegiada consiguió imponer lo que le interesaba: mantener inalterable la
lógica acumuladora del capital. Los proyectos sociales del gobierno no
obligaban a renunciar a nada, antes bien eran adecuados para sus propósitos.
Llegaban a decir entre sí, que en lugar de que nosotros, la élite, gobernemos
el país, es mejor que gobierne el PT, manteniendo intocables nuestros intereses
históricos, con la ventaja de ya no tenemos ninguna oposición. Él firma
nuestros proyectos esenciales.
Esta clase adinerada obligaba al
gobierno a pagar la deuda pública antes de responder a las demandas históricas
de la población. Así quitaba la deuda monetaria con el sacrificio de la deuda
social, que era el precio para poder hacer las políticas sociales. Estas, nunca
antes habidas, fueron vigorosas e incluyeron en el consumo alrededor de 40
millones de pobres.
Los más críticos se dieron cuenta de que
este camino era demasiado irracional e inhumano para prolongarlo. Fue aquí
donde se instaló una falla entre los movimientos sociales y el gobierno
Lula-Dilma.
Todo indicaba que con cuatro elecciones
ganadas, a pesar de las limitaciones sistémicas, se consolidaba otro sujeto de
poder, venido desde abajo, de las grandes mayorías procedentes de las senzalas
(viviendas de los esclavos) y de los movimientos sociales. Estas comenzaron a
ocupar los lugares y a utilizar los medios antes reservados a la clase media y
a la clase privilegiada, que en el fondo nunca aceptó al obrero Lula y nunca se
reconcilió con el pueblo, sino que lo despreciaba y humillaba. Entonces los
antiguos dueños del poder despertaron con rabia, pues a través del voto podrían
no volver al poder nunca más.
Instaurada una crisis político-económica
bajo el gobierno de Dilma, crisis cuyos contornos son globales, la clase
privilegiada aprovechó la oportunidad para agravar la situación, y por la
puerta de atrás, llegar a Planalto. Se creó una articulación nada nueva, ya
probada contra Vargas, Jango y Juscelino Kubischek, asentada sobre el tema
moralista del combate contra la corrupción, salvar la democracia (la de ellos,
que es de pocos). Para esto era necesario suscitar la fuerza de choque que son
los partidos de la macroeconomía capitalista (PSDB, PMDB y otros), con el apoyo
de la prensa empresarial, que era el brazo extendido de las fuerzas más
conservadoras y reaccionarias de nuestra historia, con periodistas que se
prestan a la distorsión, la difamación y directamente a la difusión de
mentiras.
La historia es vieja, se sataniza al
Estado como un antro de corrupción y se magnifica el mercado como lugar de las
virtudes económicas y de la integridad de los negocios. Nada más falso. En los
estados, incluso en los países centrales, existe la corrupción. Pero donde es
más salvaje es en el mercado debido a que su lógica no se rige por la
cooperación, sino por la competición donde casi todo vale, cada uno buscando
tragarse al otro. Hay evasiones millonarias de impuestos y grandes empresarios
esconden sus ganancias absurdas en cuentas en el extranjero, en paraísos
fiscales, como recientemente ha sido denunciado por los Zelotes, Lava jato y
los papeles de Panamá. Por lo tanto es pura falsedad atribuir las buenas obras
al mercado y las malas al Estado. Pero este discurso, martilleado continuamente
por los medios de comunicación ha conquistado la clase media.
Jesse Souza dice con razón:
«literalmente en todos los casos la clase media conservadora fue usada como
fuerza de choque para derrocar al gobierno de Vargas, de Jango y ahora al de
Lula-Dilma y dar el “apoyo popular” y la consecuente legitimidad a esos golpes,
siempre en interés de media docena de poderosos» (El atontamiento de la inteligencia
brasilera, 2015, p. 207).
En la base está una mezquina visión
mercantilista de la sociedad, sin ningún interés por la cultura, que excluye y
humilla a los más pobres, robándoles tiempo de vida en transportes sin calidad,
en bajos salarios y negándoles cualquier posibilidad de mejora, ya que carecen
de capital social (educación, tradición familiar, etc.).
Para asegurar el éxito en esta empresa
perversa se creó una articulación que incluye a grandes bancos, FIESP, MP, la
Policía Federal y la justicia. En lugar de bayonetas ahora trabajan jueces
justicieros que no son reacios a llevarse por delante los derechos humanos y la
presunción de inocencia de los acusados con prisiones preventivas y presión
psicológica a la delación premiada con información confidencial divulgada por
la prensa.
El actual proceso de impeachment a la
presidenta Dilma cae dentro de este marco golpista, pues se trata de quitarla
del poder no a través de elecciones, sino mediante la exageración de prácticas
administrativas consideradas delito de responsabilidad. Por errores eventuales
(concedidos y no aceptados) se castiga con la pena suprema a una persona
honesta a la que no se le reconoce ningún delito.
La injusticia es lo que más lastima la
dignidad de una persona. Dilma no merece este dolor, peor que el sufrido a
manos de los torturadores.
*Leonardo Boff es articulista del Jornal
do Brasil online y escritor.
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