Fernando Bermúdez. Comités Oscar Romero
Escribo estas líneas con
dolor, pasión, ternura e indignación después de la visita que, durante mes y
medio, hice este verano a los campos de
refugiados en Grecia. Me motivó la solidaridad con la humanidad sufriente y,
como cristiano, además, me movió
acercarme a ellos el reconocimiento de la presencia viva de Jesús en los
sintecho, migrantes y refugiados, que son los crucificados de la historia de
nuestro tiempo.
El fenómeno de los
refugiados sirios es el mayor drama humano desde la Segunda Guerra Mundial. Son
más de 50 millones de refugiados en todo
el mundo, según Amnistía Internacional, siendo Siria uno de los países más afectados:
6 millones de refugiados.
Duele este mundo. Duele
la injusticia. Duelen las guerras. Duele el sufrimiento de la gente. Duele la
falta de sensibilidad y solidaridad para abrir fronteras y acoger a los que
reclaman ayuda y quieren vivir en paz. “¡Abrid las fronteras!”, fue el grito de
miles de jóvenes griegos y europeos de distintos países en la Caravana de Solidaridad
a la que acompañé en Grecia entre los días 15 a 24 de julio y a la que se
sumaron multitud de refugiados.
El trabajo de los
voluntarios en los campos no solo se limita a la asistencia. Hay otra tarea tan
importante como la comida o la distribución de ropa o medicamentos. Se trata de
escuchar y dar cariño a personas que vienen sufriendo cinco años de guerra, que
han perdido a familiares y amigos a manos del estado islámico o por los
bombardeos del gobierno y sus aliados, que han hecho un viaje durísimo en donde también han visto
morir a compatriotas ahogados en la travesía del mar y, sobre todo, haber
vivido la triste experiencia de la no acogida en el continente europeo que ellos
tenían idealizado. Por eso es frecuente ver niños corriendo detrás de los
voluntarios para jugar o darles un abrazo. Necesitan ser acogidos, valorados y
queridos. Los refugiados agradecen sobremanera la presencia de los voluntarios. Un refugiado
de Palmyra me comentaba que el día que llegue la paz a Siria le gustaría que
fueran los voluntarios de las diversas asociaciones que los han acompañado a
celebrar con ellos una gran fiesta.
Casi todo el tiempo que
estuve en los campos de refugiados me dediqué a visitar tienda por tienda,
hablar con la gente y recoger testimonios, que un día publicaré .Quedé
impactado. A veces ni dormir podía después de haber escuchado sus vivencias.
Unos huyen de las masacres del llamado Estado islámico. Los kurdos han sido los
más perseguidos por los yihadistas. Violaban a las mujeres, decapitaban a los
hombres y quemaban vivos a los niños. Pueblos enteros salieron huyendo por las
montañas, pasando hambre y sed y durmiendo a la intemperie, para entrar en
Turquía y de ahí tomar una lancha plástica a las islas griegas, muriendo muchos
de ellos ahogados en la travesía. Otros huyen de los bombardeos del gobierno
sirio apoyado por Rusia, sobre todo en las ciudades de Damasco y Alepo. Más de
cuatro millones de personas deambulan de un lugar a otro dentro de Siria
huyendo de la muerte, sin encontrar un lugar seguro. Los que lograron salir a
Jordania, Líbano, Turquía o Grecia son dichosos. Pero lo triste es que Europa
permanece impasible ante este drama. En vez de abrir sus fronteras para dar
acogida solidaria a los refugiados, los tiene viviendo en condiciones
deplorables en esos “campos de concentración”.
¿Sonará el grito de los
refugiados en la conciencia de nuestros gobernantes y en el corazón de los
creyentes? No sé. Tal vez sí, tal vez no. Pero sí estoy seguro que ese grito ha
llegado al corazón de Dios. Y está cuestionando a Naciones Unidas, a la
Comisión Europea, a los fabricantes de armas, al ministro del Interior… y a
todos nosotros: “La sangre de tus hermanos que ha sido derramada en la tierra
me pide a gritos que haga justicia” (Gn 4,10).
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