miércoles, 24 de agosto de 2016

EL GRITO DE LOS REFUGIADOS




Fernando Bermúdez. Comités Oscar Romero

Escribo estas líneas con dolor, pasión, ternura e indignación después de la visita que, durante mes y medio, hice este verano  a los campos de refugiados en Grecia. Me motivó la solidaridad con la humanidad sufriente y, como cristiano, además, me movió  acercarme a ellos el reconocimiento de la presencia viva de Jesús en los sintecho, migrantes y refugiados, que son los crucificados de la historia de nuestro tiempo.

El fenómeno de los refugiados sirios es el mayor drama humano desde la Segunda Guerra Mundial. Son más de 50 millones de refugiados en todo  el mundo, según Amnistía Internacional,  siendo Siria uno de los países más afectados: 6 millones de refugiados.

Duele este mundo. Duele la injusticia. Duelen las guerras. Duele el sufrimiento de la gente. Duele la falta de sensibilidad y solidaridad para abrir fronteras y acoger a los que reclaman ayuda y quieren vivir en paz. “¡Abrid las fronteras!”, fue el grito de miles de jóvenes griegos y europeos de distintos países en la Caravana de Solidaridad a la que acompañé en Grecia entre los días 15 a 24 de julio y a la que se sumaron multitud de refugiados.

El trabajo de los voluntarios en los campos no solo se limita a la asistencia. Hay otra tarea tan importante como la comida o la distribución de ropa o medicamentos. Se trata de escuchar y dar cariño a personas que vienen sufriendo cinco años de guerra, que han perdido a familiares y amigos a manos del estado islámico o por los bombardeos del gobierno y sus aliados, que han hecho  un viaje durísimo en donde también han visto morir a compatriotas ahogados en la travesía del mar y, sobre todo, haber vivido la triste experiencia de la no acogida en el continente europeo que ellos tenían idealizado. Por eso es frecuente ver niños corriendo detrás de los voluntarios para jugar o darles un abrazo. Necesitan ser acogidos, valorados y queridos. Los refugiados agradecen sobremanera  la presencia de los voluntarios. Un refugiado de Palmyra me comentaba que el día que llegue la paz a Siria le gustaría que fueran los voluntarios de las diversas asociaciones que los han acompañado a celebrar con ellos una gran fiesta.

Casi todo el tiempo que estuve en los campos de refugiados me dediqué a visitar tienda por tienda, hablar con la gente y recoger testimonios, que un día publicaré .Quedé impactado. A veces ni dormir podía después de haber escuchado sus vivencias. Unos huyen de las masacres del llamado Estado islámico. Los kurdos han sido los más perseguidos por los yihadistas. Violaban a las mujeres, decapitaban a los hombres y quemaban vivos a los niños. Pueblos enteros salieron huyendo por las montañas, pasando hambre y sed y durmiendo a la intemperie, para entrar en Turquía y de ahí tomar una lancha plástica a las islas griegas, muriendo muchos de ellos ahogados en la travesía. Otros huyen de los bombardeos del gobierno sirio apoyado por Rusia, sobre todo en las ciudades de Damasco y Alepo. Más de cuatro millones de personas deambulan de un lugar a otro dentro de Siria huyendo de la muerte, sin encontrar un lugar seguro. Los que lograron salir a Jordania, Líbano, Turquía o Grecia son dichosos. Pero lo triste es que Europa permanece impasible ante este drama. En vez de abrir sus fronteras para dar acogida solidaria a los refugiados, los tiene viviendo en condiciones deplorables en esos “campos de concentración”.  

¿Sonará el grito de los refugiados en la conciencia de nuestros gobernantes y en el corazón de los creyentes? No sé. Tal vez sí, tal vez no. Pero sí estoy seguro que ese grito ha llegado al corazón de Dios. Y está cuestionando a Naciones Unidas, a la Comisión Europea, a los fabricantes de armas, al ministro del Interior… y a todos nosotros: “La sangre de tus hermanos que ha sido derramada en la tierra me pide a gritos que haga justicia” (Gn 4,10).

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