sábado, 21 de enero de 2017

A 85 años del etnocidio en El Salvador la herida sigue abierta

A la izquierda Feliciano Ama capturado, a la derecha colgado.
Tony Segovia /Comité Romero Aragón. 
Cerca de la media noche del viernes 22 de enero de 1932, cientos de indígenas salvadoreños, mayoritariamente pipiles armados apenas de piedras, palos y machetes, se tomaron los principales cuarteles de los pueblos y ciudades del este del país.

Era un ejército de hambrientos que iban descalzos y apenas vestidos con harapos los que pusieron en jaque a la incipiente dictadura del general Maximiliano Hernández Martínez. La rebelión, cuyo epicentro fue el pueblo de Izalco, estaba encabezada por su líder, José Feliciano Ama y, probablemente, planificado por Farabundo Martí y sus cercanos que habían sido capturados días antes.

La insurrección indígena, tuvo varias causas, pero las dos principales fueron: la falta de tierra, en manos de pocas familias, y los paupérrimos jornales que, según los dueños de la tierra, se había originado por culpa del crack del 29 estadounidense que había hecho caer en picada los precios del principal producto de exportación: el café.

El estallido social ya se venía venir. Unos meses antes había habido conatos de violencia, a raíz de que el General Martínez se había hecho con el gobierno mediante un golpe de Estado. Este anuló las elecciones que, no hacía mucho, había ganado el  Partido Comunista Salvadoreño (PCS), de cuyo máximo líder, Farabundo Martí, eran simpatizantes la mayoría de los rebeldes.

El PCS llevaba en su oferta electoral una reforma agraria que iba a permitir distribuir las tierras ejidales; tierras que, pasada la independencia de 1821, los pocos y nuevos dueños de El Salvador, se habían repartido.  
El acceso a la tierra había sido un problema para las comunidades indígenas desde la invasión española. Unos 100 años antes del etnocidio en mención, cuando la República de El Salvador aun no cumplía 10 años de vida, el indio Anastasio Aquino y su ejército de nonualcos se habían alzado contra los “próceres” de la independencia. Les reclamaban las tierras que les habían prometido a cambio de luchar en la cruenta guerra independentista que había expulsado a los españoles. Lejos de darles las tierras prometidas, el ejército gubernamental se armó mejor, fue a la búsqueda de Aquino y, al cabo de algunas semanas terminó haciendo replegar a los primeros insurrectos. Al final, el ejército de los nonualcos fue derrotado y su líder ejecutado.

En la alborada de los años 30 del siglo pasado, es decir, un siglo después de los nonualcos, el problema no solo seguía siendo el mismo, sino que se había agravado. La población rural vivía en la miseria; en las ciudades el desempleo era altísimo, el analfabetismo en las clases populares rondaba el 90% y la esperanza de vida no superaba los 40 años. El salario de un campesino se pagaba en especie, y consistía en 2 tortillas de maíz y un puñado de frijoles cada día. Las condiciones de los campesinos e indígenas contrastaban con la parafernalia en la que vivía la oligarquía.

El economista salvadoreño Rafael Menjivar Larín, (Santa Ana 1935- Costa Rica 2000), Doctor Honoris Causa de la universidad de Barranquilla, Colombia, en su libro Acumulación Originaria y Desarrollo del Capitalismo en El Salvador, editado en 1980 por EDUCA, explica que los niveles de ingresos de la oligarquía, producto del crack del 29, no solo se mantuvieron, sino que incluso, en algunos casos, habían aumentado. La crisis agrandaba la brecha entre ricos y pobres, y lucha de clases empezaba a vislumbrarse seriamente en El Salvador. 
Para el sábado 23 de febrero de 1932, el occidente del país había amanecido tomado por los insurrectos y con los militares de la dictadura derrotados. La población civil fue convocada a las principales plazas de sus pueblos para proclamar la libertad y elegir popularmente, y por primera vez en su historia, a sus alcaldes de origen indígena y campesino. La tierra, IV siglos después, volvía a ser comunal.

Pero la libertad duró poco. Dos días después, la dictadura, que era descomunalmente superior en armas, militares y demás recursos aportados por los terratenientes, hizo retroceder a los rebeldes, y unos 4 días después finalmente fueron derrotados.
Francisco Sánchez antes de ser ejecutado
Los muertos, hasta la primera semana después del levantamiento, habían sido unos cientos, pero la brutal represión (bendecida por la iglesia católica) que llegó posteriormente, culminó en una auténtica cacería de brujas que dejó como saldo más de 35 mil muertos. La mayoría eran indígenas que poco o nada tenían que ver con la rebelión.

Feliciano Ama fue capturado y colgado antes del 2 de febrero en la plaza de la Iglesia de la Asunción de su pueblo natal, Izalco. Ese mismo día se dio orden a todo el pueblo, so pena de muerte, de ir a apalear el cadáver en la soga. El que no lo hizo fue considerado colaborador. Casi simultáneamente al ahorcamiento de Ama, Farabundo Martí estaba siendo fusilado en el muro norte del cementerio general de San Salvador.
Como según el dictador Martínez, la conspiración indígena se había hecho en lengua nahuat, mandó a prohibirla junto a las otras lenguas nativas. Quedó también prohibido celebrar todos los rituales ancestrales y portar machete en la vía pública. Ser indígena puro y mayor de 14 años, o parecerlo, conllevaba un grave riesgo. La población negra que para esa época ya era muy reducida, y que no había participado en la insurrección, fue proscrita. El pueblo lenca asentado en el noroeste del país, ignorante de la situación, también sufrió la represión.

Con la dictadura de Martínez prácticamente desapareció la cultura pipil y El Salvador cambió para siempre. Actualmente, los mestizos  que son cerca del 90% del total de la población, con claros rasgos indígenas, se sienten avergonzados de su origen; los indígenas de origen pipil y lenca no llegan al 1% y los nahuahablantes no superan la media docena. Del resto, que son blancos, buena parte pertenecen a la clase dominante. 

La humillación de los pueblos originarios no terminó con el etnocidio de 1932, puesto que los vencedores, descendientes de los que por siglos han mancillado a los indígenas, están actualmente representados en el partido de ultra derecha, ARENA, que lanza siempre su inicio de campaña electoral en Izalco, como símbolo de la victoria de los demócratas sobre los comunistas y del bien contra el mal. Pero los familiares de los vencidos, que nos negamos a olvidar, sabemos que fue la victoria de los ricos blancos contra los indígenas empobrecidos, y tristemente sin ningún partido político que nos represente.

A mis tíos-abuelos, a Chano Ama, a Francisco Sánchez, Farabundo Martí, Luna, a sus familiares, a los que ese día tomaron el cielo por asalto y a los pueblos originarios del mundo que luchan por su liberación, va este recuerdo.

Zaragoza, España, 2017





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