Boaventura
de Sousa Santos|
Venezuela vive
uno de los momentos más críticos de
su historia. Acompaño crítica y solidariamente la Revolución bolivariana
desde el inicio. Las conquistas sociales de las últimas dos décadas son
indiscutibles. Para comprobarlo basta consultar el informe de la ONU de 2016 sobre la evolución del índice de desarrollo humano.
Dice este informe: “El índice
de desarrollo humano (IDH) de Venezuela en 2015 fue de 0.767 –lo que colocó al
país en la categoría de alto
desarrollo humano–, posicionándolo en el puesto
71º de entre 188 países y territorios. Tal clasificación es compartida con
Turquía. De 1990 a 2015, el IDH de Venezuela aumentó de 0.634 a 0.767, un
aumento de 20,9 %. Entre 1990 y 2015, la esperanza de vida al nacer aumentó a
4,6 años, el período medio de escolaridad ascendió a 4,8 años y los
años de escolaridad media general aumentaron
3,8 años.
El rendimiento nacional bruto
(RNB) per cápita aumentó cerca de 5,4% entre 1990 y 2015”.
Se hace notar que estos progresos
fueron obtenidos en democracia, solo momentáneamente interrumpida
por la tentativa de golpe de Estado en 2002 protagonizada por la oposición con
el apoyo activo de Estados Unidos.
La muerte prematura de Hugo
Chávez en 2013 y la caída del precio de petróleo en 2014
causaron una conmoción profunda en los
procesos de transformación social entonces en curso. El liderazgo
carismático de Chávez no tenía sucesor, la victoria de Nicolás Maduro en las
elecciones siguientes fue por escaso margen, el nuevo presidente no estaba
preparado para tan complejas tareas de gobierno y la oposición (internamente
muy dividida) sintió que su momento había llegado, en lo que fue, una vez más,
apoyada por Estados Unidos, sobre todo cuando en 2015 y de nuevo en 2017 el
presidente Obama consideró a Venezuela como una “amenaza a la seguridad
nacional de Estados Unidos”,
una declaración que mucha gente consideró exagerada, si no mismo ridícula, pero
que, como explico más adelante, tenía toda lógica (desde el punto de vista de
Estados Unidos, claro).
La situación se fue
deteriorando hasta que, en diciembre de 2015, la oposición conquistó la
mayoría en la Asamblea Nacional. El
Tribunal Supremo de Justicia suspendió a cuatro
diputados por alegado fraude electoral, la Asamblea Nacional desobedeció, y a partir
de ahí la confrontación institucional se
agravó y fue progresivamente propagándose en
las calles, alimentada también por la grave crisis económica
y de abastecimiento que entretanto explotó. Más de cien muertos, una situación
caótica.
Mientras, el presidente
Maduro tomó la iniciativa de convocar una Asamblea Constituyente (AC) a ser
elegida el día 30 de julio y Estados Unidos amenaza con más sanciones si las
elecciones se producen. Es sabido que esta iniciativa busca superar la
obstrucción de la Asamblea Nacional dominada por la oposición.
El pasado 26 de mayo suscribí
un manifiesto elaborado por intelectuales y políticos venezolanos
de varias tendencias políticas, apelando a
los partidos y grupos sociales en conflicto a parar la violencia en las
calles e iniciar un debate que permitiese una salida no violenta, democrática y
sin la injerencia de Estados Unidos. Decidí entonces no volver a
pronunciarme sobre la crisis venezolana.
¿Por qué lo hago hoy? Porque
estoy alarmado con la parcialidad de la comunicación social europea, incluyendo
la portuguesa, sobre la crisis de Venezuela, una distorsión que recorre todos
los medios para demonizar un gobierno legítimamente electo,
atizar el incendio social y político y
legitimar una intervención extranjera de consecuencias incalculables.
La prensa
española llega al punto de embarcarse
en la posverdad, difundiendo noticias falsas
sobre la posición del gobierno portugués. Me
pronuncio animado por el buen sentido y equilibrio que el ministro de
Asuntos Exteriores portugués, Augusto Santos
Silva, ha mostrado sobre este tema. La historia reciente nos
muestra que las sanciones económicas afectan más a ciudadanos inocentes que a
los gobiernos.
Basta recordar los más de 500
mil niños que, según el informe de Naciones Unidas de 1995,
murieron en Irak como resultado de
las sanciones impuestas después de la
guerra del Golfo Pérsico. Recordemos
también que en Venezuela vive medio millón
de portugueses o lusodescendientes. La historia
reciente también nos enseña que ninguna democracia sale fortalecida de una
intervención extranjera.
Los desaciertos
de un gobierno democrático se resuelven por
vía democrática, la cual será tanto más consistente cuanto menor sea la interferencia
externa. El gobierno de la Revolución
bolivariana es democráticamente legítimo. A lo largo de
muchas elecciones durante los últimos veinte años, nunca ha dado señales de no
respetar los resultados electorales. Ha perdido algunas elecciones y
puede perder la próxima, y solo sería criticable si no respetara los
resultados.
Pero no se puede negar que el
presidente Maduro tiene legitimidad constitucional
para convocar la Asamblea Constituyente. Por
supuesto que los venezolanos (incluyendo muchos
chavistas críticos) pueden legítimamente cuestionar su oportunidad, sobre todo
teniendo en cuenta que disponen de la Constitución de 1999, promovida por el presidente Chávez, y disponen de medios
democráticos para manifestar ese cuestionamiento el próximo domingo. Pero nada
de eso justifica el clima insurreccional que la
oposición ha radicalizado en las últimas semanas
y cuyo objetivo no es corregir los errores de la Revolución bolivariana,
sino ponerle fin, imponer las recetas neoliberales (como está sucediendo en
Brasil y Argentina) con todo lo que eso significará para las mayorías pobres de
Venezuela.
Lo que debe preocupar a los demócratas,
aunque esto no preocupa a los medios globales que ya han tomado partido por
la oposición, es la forma en que
están siendo seleccionados los candidatos. Si, como se
sospecha, los aparatos burocráticos del partido de Gobierno han secuestrado el
impulso participativo de las clases populares, el objetivo de la
Asamblea Constituyente de ampliar democráticamente la fuerza política de la base social de apoyo a la
revolución se habrá frustrado.
Para comprender por qué
probablemente no habrá salida no violenta a la crisis de
Venezuela, conviene saber lo que está
en juego en el plano geoestratégico global. Lo
que está en juego son las mayores reservas de petróleo
del mundo existentes en Venezuela. Para
el dominio global de Estados Unidos es crucial mantener
el control de las reservas de petróleo del mundo. Cualquier país,
por democrático que sea, que tenga
este recurso estratégico y no lo haga accesible a las
multinacionales petroleras, en su mayoría norteamericanas, se pone en el punto
de mira de una intervención imperial.
La amenaza a
la seguridad nacional, de la que
hablan los presidentes de Estados Unidos, no está solamente en el
acceso al petróleo, sino sobre todo en el hecho de que
el comercio mundial del petróleo se denomina en dólares estadounidenses, el verdadero núcleo del
poder de Estados Unidos, ya que ningún otro país tiene el
privilegio de imprimir los billetes que considere sin
que esto afecte significativamente su valor
monetario.
Por esta razón
Irak fue invadido y Oriente Medio y Libia arrasados (en este último caso, con la complicidad activa de la
Francia de Sarkozy). Por el mismo motivo, hubo injerencia, hoy documentada, en
la crisis brasileña, pues la explotación de los yacimientos petrolíferos presal
estaba en manos de los brasileños. Por la misma razón, Irán volvió a estar en
peligro. De igual modo, la Revolución bolivariana tiene que caer sin haber
tenido la oportunidad de corregir democráticamente los graves errores que sus
dirigentes cometieron en los últimos años.
Sin injerencia externa, estoy
seguro de que Venezuela sabría encontrar una solución no violenta y
democrática. Desgraciadamente, lo que está en curso es usar todos los medios
disponibles para poner a los pobres en contra del chavismo, la base social de
la Revolución bolivariana y los que más se beneficiaron de ella.
Y, en concomitancia, provocar una
ruptura en las Fuerzas Armadas y un consecuente golpe militar
que deponga a Maduro. La política exterior de Europa (si se puede hablar de
tal) podría constituir una fuerza moderadora si, entre tanto, no hubiera
perdido el alma.
*Traducción de Antoni Aguiló
y José Luis Exeni Rodríguez.
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